María del Carmen Mangado – Informante

María del Carmen Mangado recuerda el primer día en el que vio el hielo. No fue en un escenario recreado por García Márquez, sino en el Mercado de San Blas de Logroño, donde sus padres regentaban una pescadería en la parte superior, anteriormente, el negocio, inaugurado entre los años 45 y 47, se situaba en la bulliciosa Calle Mayor. Recuerda, así, picar los bloques helados con tablas de madera con su madre y su hermana y colocarlos en el mostrador para mantener fresco el género. Hija de Sebastián -el Chato-, de Santa Lucía de Ocón, y Marina -la Pajarilla- de Villamediana, María del Carmen Mangado cuenta como su hermana mayor hizo una promesa en Cuaresma al Cristo del Humilladero e iba todos los viernes a visitarle descalza. Como resultado, al final de la temporada, Marina se quedó embarazada de la protagonista de esta historia.

La infancia de María del Carmen Mangado transcurre en el Logroño de los años cincuenta, en el bullicio de una Plaza del Mercado repleta de negocios. Recuerda “el trajín y el esfuerzo” diarios de sus comerciantes; los puestos fijos como la lencería de la Abundancia y las tiendas de alrededor: de mimbres, carnicerías y muchas, muchas panaderías. No se olvida de Eusebia, la anciana que vendía berros en la entrada de la Plaza Sagasta, y de las hileras de floristerías que, a un lado y otro, decoraban esta.

“No éramos pobres, era lo que había -había gente con buena economía, como toda la vida ha pasado- pero en términos generales no teníamos dinero”, explica Mangado, rememorando la imagen de su madre con delantales pulcros y los dedos despellejados de vender anchoas en temporada. Recuerda, también, la competencia en el propio Mercado de San Blas y el libro de ‘debos’ de su madre y cómo con doce y trece años la acompañaba casa por casa para cobrar los pufos. También, se le viene a la mente aquellos carteles de ‘Créditos Logroño’ que colgaban de muchos negocios, pues era en ellos donde compraba su familia ya que se les permitía pagar posteriormente.

El lunes, como rememora, era el único día libre para su familia. Los domingos eran días de arroz en Logroño: en su mente recrea la escena semanal en la que su clientela pedía almejas, chirlas y congrios para acompañar. Recuerda, incluso, vender extensas cantidades de angulas y cómo se relamía al comerlas directamente de las cajas. En el año 65 fue ya cuando la parte superior del Mercado de San Blas -con su pescadería, carnicerías y mondonguerías – comenzó a decaer.

La venta era la marca de su familia, antes de la pescadería, su madre trabajó tres años en una mondonguería en la calle Carnicerías, detrás de los Cines Moderno, hasta que su marido partió a la guerra. Pero el hecho de verla trabajar sin apenas descanso hizo que María del Carmen Mangado no quisiera dedicarse al negocio y decidiera en su juventud trabajar en dos fábricas de zapatillas: Fernández Hermanos y otra en la Estrella.

Fue su hermana mayor la que siguió con la tradición de los peces, cogiendo el relevo de la pescadería Suso en la Calle Sagasta. María del Carmen, aun así, le ayudaba los sábados a vender los congelados.

Más allá del trabajo, Mangado estudió en el colegio Divino Maestro, cuenta como su madre sólo le acompañó en una ocasión, pues tenía que atender a sus labores en la pescadería y cómo con cinco años ya tenía sus llaves de casa e iba y venía cruzando el Casco Viejo logroñés.

En las fiestas de su infancia solo había una peña, La Rondalosa y justo tocaba debajo de su ventana, guarda dentro de ella la imagen de filas y filas de personas desde su balcón hasta la Tabacalera con pañuelos rojos al cuello. Fue ya con once años, una vez se mudó a Jorge Vigón, cuando empezó a salir con una cuadrilla y comenzaron sus primeros amores. El punto de encuentro era Cuadros Esteban y sus lugares más frecuentados los chamizos y los guateques que los sábados organizaban Los Átomos.

De orgullosa raíz en el Casco Antiguo, María del Carmen Mangado, nació en la calle de Marqués de San Nicolás, concretamente en el primer piso del edificio que hoy acoge al bar Brieva. Ahora, jubilada, es una de sus zonas preferidas para pasear y perderse en su niñez. “Añoro el Casco Antiguo, cada vez que paseo por allí y paso por mi casa, se me saltan las lágrimas”, ¿Quién no iba por la calle y saludaba a todo el mundo?”.