Nacido en la calle San Juan, concretamente en el segundo piso del número 22, al lado de Pinturas Segura, Enrique Ruiz, de Cristalerías Ruiz, recuerda su infancia modesta marcada por la posguerra. Tenía dos hermanas mayores, un padre en el que en su bulliciosa calle le apodaron como El Alcalde y que se convirtió en el presidente del equipo de fútbol Club deportivo El Tardío y una madre que acostumbraba a hacer punto en la entrada del portal.
De niño, enfermó de difteria y le curó un practicante amigo de su padre. Estudió en los Escolapios -donde celebró, además, su primera comunión- y recuerda cómo su padre o el de alguno de sus compañeros que vivían por la zona se turnaban para llevarlos. A la vuelta, les traía un sacerdote por el cuartel de artillería, rodeando los muros y dejando a los niños de puerta en puerta. “Todos los chavales les pedíamos chocolate chino a los soldados, como había ganado le tenían que dar algarrobas y nosotros lo llamábamos chocolate chino”, recuerda. De su etapa escolar narra también la pillería de saltar la tapia de atrás para entrar y salir del colegio a la hora del recreo. Ya a los catorce años, empezó el instituto, pero como no sacaba buenas notas su padre le mandó trabajar. También estuvo en la Industrial (la actual ESDIR), haciendo mecánica y carpintería.
Sin grandes lujos, la infancia de Ruiz transcurría entre juegos como la cadena, el pañuelo, el burro, las chapas, los cromos, pelota mano en la calle Ollerías, el intercambio de tebeos en la Plaza de Abastos y la Trompa y el Trompón en el Espolón. “Jugábamos a fútbol y algún cristal que otro se rompía, luego le tocaba a mi padre ponerlo, porque también era cristalero”, rememora. De esta manera, cuenta cómo en un verano tuvo que reponer entre cien o ciento cincuenta cristales por esta razón. Fue también su propio padre quien le enseñó el oficio.
Trabajaban, según le alcanza la memoria, de ocho de la mañana a doce del mediodía y de dos a seis, sábados incluidos. Más tarde, se dedicaría también a la fontanería. Con la llegada del verano, se bañaba en el Ebro y su madre le preparaba bocatas de pan con vino y azúcar o tocino.
También recuerda como costumbre de su niñez ir al ‘Ebro chiquito’ a pescar bermejuelas, un riachuelo que desembocaba en el Puente de Piedra y el tener que ir con su bicicleta hasta la Fuente de los Cerdos, cerca de lo que fue la fábrica de gas, para llevar agua potable a casa.
“Yo no he pasado hambre, pero aquí, en la Calle San Juan, la gente ha pasado hambre”, reconoce Ruiz. En su propia casa, cuenta, había un váter comunitario y un único grifo de agua caliente para todos los vecinos del edificio. En relación con esta humilde forma de vida, viene a su cabeza la imagen de ‘Julia la estraperlista’, su vecina del último portal de la calle San Juan, que pasaba caparrones.
En su juventud, patinaba con un grupo de amigos en la Federación Cantabria, incluso hicieron un equipo de hockey en patines y, durante tres años, marchaban a Madrid a competir. Fue precisamente enseñando esta actividad cómo conoció a su mujer, prima de su cuñado. Una vez se casaron, Ruiz dejó la calle San Juan y se instaló en la calle del Norte, donde recuerda, como anécdota, que tuvo su primera lavadora. Allí, además, abrió el negocio de La Máquina de Hostelería.
En su juventud, Ruiz acudía el domingo al cine para ver las sesiones dobles, después tomaba algún pincho con sus amigos y se dirigían a un primer piso de la calle Marqués de Vallejo, donde se abrió un local para jugar al ajedrez o damas. Este era al principio un centro mixto, pero después, recuerda, como hicieron un tabique para segregar por sexos.
Las fiestas no eran pomposas, incluso cuenta cómo los Carnavales no se celebraban porque, aunque en Arnedo estuvieran permitidos, en Logroño no.
Las Navidades no se festejaron de manera especial en su casa, pero en Noche Vieja se reunían con amigos que vivían en Muro de la Mata e iban de casa en casa bebiendo copas, comiendo pastas y cantando. Como anécdota navideña, recuerda cómo los adultos le advertían no salir a partir de una hora de casa porque iba a venir Sacamantecas y “les iba a sacar los ojos”. No era la única leyenda de terror a la que se enfrentó: “Con siete u ocho años, cuando íbamos a un refugio, al lado de un instituto, en el que había unos agujeros, nos decían que tuviéramos cuidado porque dentro había un montón de ratas y, si nos caíamos, nos comían enteros”. Esos agujeros eran en sí los respiraderos de un refugio de la guerra, ubicado, según indica, entre Duquesa de la Victoria y Avenida de la Paz (en aquel tiempo avenida del General Franco).
Por San Mateo, venían amigos de su padre de San Sebastián y de Bilbao en el taller se comía y se cenaba, su casa “se convertía en un chamizo”. Ya en el San Mateo de su adolescencia tuvo su propio local, bailaba con su cuadrilla al ritmo de un tocadiscos y preparaban zurracapote. Después hacían chuletada en el taller de un amigo. De las fiestas de su humilde barrio recuerda las verbenas en la travesía de Ollerías o en la esquina de San Juan con Marqués de Vallejo.